No último, e non o mellor, libro de Nesbo:
Harry corría. No le gustaba correr. Por lo visto había gente
que corría porque le gustaba. A Haruki Marakami le gustaba. A Harry le gustaban
los libros de Murakami, salvo el que trataba sobre correr, ese no lo había
terminado. Harry corría porque le gustaba parar. Le gustaba la sensación de
haber corrido. Y también podía cogerle el gusto a las pesas. El dolor
específico, limitado por la capacidad de los músculos, no por la voluntad de
sufrir. Seguramente era un síntoma de su debilidad de carácter, su tendencia a
evadirse, a buscar el analgésico incluso antes de que le doliera.
Un perro de caza famélico, de esos que la gente pudiente de
Holmenkollen tenía aunque no fueran de caza más que un fin de semana cada dos
años, llegó brincando por ele sendero. Su dueño venía corriendo a unos cien
metros de distancia. Vestía ropa de temporada de la colección Under Armour.
Harry tuvo tiempo de hacerse una idea de cuál era su técnica de carrera cuando
se cruzaron como dos trenes a punto de chocar. Una pena que no corrieran en la
misma dirección. Harry se habría colocado tras él, respirándole en la nuca,
habría fingido que estaba a punto de dejarle ir y luego le habría machado en
las cuestas hasta llegar al lago de Tryvann. Le habría dejado ver las suelas
gastadas de sus Adidas de veinte años. Oleg afirmaba que Harry era
Increíblemente infantil cuando salían a correr; que, incluso cuando se había
prometido ir al trote todo el camino, siempre acababa proponiendo una carrera
en la última subida. En su defensa, habría que decir que Harry estaba pidiendo
que le dieran caña: Oleg había heredado el inmerecido elevado nivel de
absorción de dióxido de carbono de su madre.
Más adelante vio a dos mujeres con sobrepeso que más que
correr andaban, y que hablaban y jadeaban tan alto que no oyeron llegar a
Harry, así que se desvió por un sendero más estrecho.